Por: Julio Enrique Avellaneda Lamus
El discurso pronunciado por el señor Donald Trump en el acto de su asunción como mandatario de la unión americana no parece, en verdad, la posesión del presidente de una nación que tradicionalmente se ha preciado de democrática y que, se exhibe al mundo como el mas claro estado constitucional, cualidades que la sociedad americana se arroga tal vez por el hecho positivo de haber expedido la primera gran carta fundamental de los tiempos modernos; es, por demás, el más caro orgullo de sus gentes.
En los estados constitucionales los gobernantes asumen para cumplir la norma primera de sus sociedades, y no, para ofrecer o prometer agresiones al resto del mundo, solo porque, la grandeza de su patria y tal vez las efigies y los pedestales que imagina la historia le erigirá, bien se pueden obtener con los atropellos a los pueblos y los desafíos al derecho internacional.
En efecto, Trump parece no haberse recibido como jefe de estado del primer país del mundo, sino, como el nuevo emperador del universo, actitud para la que no ahorrará desafuero alguno, desafíos, arbitrariedades, vilipendios y desprecios a la sociedad internacional y a sus normas de convivencia, construidas después de la posguerra mundial y a la que mucho aportaron ilustres antecesores.
Ello les ofreció a sus gentes y le formuló al mundo, guste o no, a lo demás países de la aldea global; lo hizo acudiendo a la emotividad del populismo, al argumento del alzamiento contra la crisis que, en su opinión, agobia a los estadunidenses, todo al mejor estilo del discurso alemán de los años treinta para promover el levantamiento que llevó a la instauración del fascismo, valga decir, la exaltación de los peligrosos sumarios y apriorismos en procura del apoyo “sentido” de sus compatriotas.
Trump se proclamó como el mesías moderno, “Dios le guardó la vida, para el salvar a América”; se adjudica en su mítica cosmovisión narcisista y megalómana la potestad exclusiva – solo el – es capaz de cambiar al estado, expresando así la primera condición de los “adalides” fascistas. Los americanos deben estar agradecidos con la providencia porque, sin él, su sociedad sucumbiría. Es el peligroso populismo, abrebocas para la instauración de los regímenes autoritaristas y antidemocráticos.
Por supuesto, tal actitud es el “alma” de la nueva derecha, entre otros, de los Bukele, los Milei, los Bolsonaro, quienes, curiosamente, se encuentran a la vuelta de la esquina con los dictadores Maduro, Ortega, y algunos más, coincidentes todos, a pesar de sus aparentes diferentes ropajes ideológicos, en que, son imprescindibles y nacieron para redimir y liberar a la humanidad. ¡¡¡¡Por Dios, quien lo creyera!!!!
Afirmó igualmente su claro talante adanista, apenas manifestación de su natural petulancia, soberbia y pedantería; América, como su país, comienzan con él, creyéndose el primero en la idea o en la acción de gobierno; nada existe antes de su llegada, solo el caos que le permitió a Dios crear el mundo. El presidente Trump desprecia la historia y nos vende la idea de que el si la va a escribir. Se muestra como Adán en el edén, sin nada construido y todo por hacerse, sin valorar que, los adanismos solo conducen a la polarización política e ideológica, pues se fundan en sofismas para negar las realizaciones de otros.
Así mismo, el adanismo en su expresión extrema, conduce igualmente a los modelos totalitarios, pues, son ellos, los únicos que saben y lo pueden todo; el presidente Trump ha negado la propia historia de su nación, olvidando que la sociedad americana es producto de las luchas y esfuerzos de sus hombres y mujeres a lo largo ya de tres siglos, y que solo los pueblos construyen su propio destino.
Preocupan, y el mundo debe asumirlos con atención, los anuncios y las primeras medidas del presidente Trump: su expresión de “vamos por el petróleo”, probablemente al precio que toque porque Estados Unidos lo necesita. Es esta una declaración de corte imperialista y guerrerista, similar a sus menosprecios por las reivindicaciones ambientalistas de la sociedad universal, hechos todos que no permiten dormir hoy tranquilas a las naciones del globo.
Alarman sus pretensiones sobre el Canal de Panamá, acerca de querer volverlo nuevamente propiedad de su país, aún por la fuerza, en franca contravía con la soberanía de sus verdaderos dueños (el pueblo de Panamá) y abierto desconocimiento del derecho internacional que protege la integridad jurídica del tratado Torrijos-Carter.
Olvida el presidente Trump uno de los principios esenciales del derecho internacional: “pacta sunt servanda” (los tratados son para cumplirse), y, omite igualmente las prescripciones de la Carta de las Naciones Unidas que señalan: “Los miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza, contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”. (Art. 2, núm. 4.).
Y si el presidente Trump juró respetar y cumplir la Constitución de Filadelfia de 1776, pues, no puede desconocer el tratado en cita, so pena de desatender e incumplir el articulo VI que reza: “Esta Constitución, y las leyes de los Estados Unidos que se expidan con arreglo a ella, y todos los tratados celebrados o que celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos, serán la suprema ley del país…”.
Es claro e inquietante, estremecedor para el mundo, que las pretensiones de minimizar, cuando no de saltar la normatividad del derecho internacional, son ciertamente cambios en las relaciones internacionales, pero, no en defensa de la estabilidad y de la paz mundial, como lo exige el internacionalismo liberal, sino actitudes o hechos que repercutirán negativamente en la convivencia universal.
Si a ello agregamos la carta abierta que dejó a sus fuerzas militares para conquistar el mundo y derrotar a todos aquellos pueblos y naciones que considere enemigas de su país, o no se subyuguen a sus dictados señoriales, para quienes habrá sanciones económicas (aranceles, bloqueos, exclusiones, etc), el tema se torna más apremiante y Trump se erigirá, seguramente, de ser así, como el Gengis Kan de los tiempos actuales. ¡¡¡¡Honroso, u horroroso título!!!!
Finalmente, resulta insólito, cuando no jocoso, que por vía de decreto ordene que en su país solo puede haber dos géneros; pretende el presidente Trump ser superior a la naturaleza, pues, sin ahondar en las profundidades del tema, complejo por lo demás, la ciencia ha planteado que, cualquier tipo de argumento de carácter biologicista, como el que trae el mandatario para fundar su aserto, es científicamente incorrecto.
En efecto, está demostrado que, algunas personas no pueden ser definidas dentro de la tradicional estructura binaria; desde luego, el mesianismo, el adanismo y el populismo, llevan a medidas absurdas y extremas como esta, que ponen de presente, respetuosamente, un cierto grado de ignorancia e inmadurez.
Seguramente, sus conciudadanos quedaron frustrados, en espera de los pronunciamientos del presidente sobre los problemas agudos de su sociedad: el fentanilo que mata miles de jóvenes, la violencia armada en la que su partido tiene responsabilidad moral, la concentración de la riqueza cada vez más creciente, el programa de la deportación de migrantes con sentido humanista y sin atropellos, entre otros de su extenso catálogo.
En el contexto de nuestras apreciaciones, no nos queda duda de los asomos y signos neofascistas, de agresión, contenidos en la intervención del señor Trump: El autoritarismo total del líder, su mesianismo, el, sometimiento de las libertad individuales a sus convicciones e intereses partidistas, las agresiones a las comunidades diversas o minorías sexuales (forma moderna de discriminación), las pretensiones expansionistas coincidentes con su homólogo Putin, el desprecio al orden jurídico internacional, las guerras contra los supuestos enemigos extranjeros, las amenazas a la integridad territorial y política en el continente, y presentar a la cultura americana como la salvadora del universo, son, en nuestro sentir, los términos de un incipiente neofascismo, pero ya en construcción.
Con acierto y con razón, Aristóteles, afirmó: “La turbulencia de los demagogos derriba los sistemas democráticos”.